Introducción

La evasión de presos del fuerte de Ezkaba se produce el 22 de mayo de 1938, cuando la guerra va a cumplir dos años y se inclina a favor de los rebeldes. El bando republicano agota sus posibilidades lanzando una postrera ofensiva en el Ebro, confiando en resistir lo suficiente como para que la guerra europea que se presiente, conllevase el apoyo de las democracias contra el fascismo, algo que no sucedió.

Esta evasión, como hecho histórico, enfrenta una pelea desigual entre quienes tratan de recuperar su memoria y quienes la silencian: memoria frente a olvido. Suscitó más reseñas en el New York Times en aquel mes de mayo –tres– que en la prensa local durante cuarenta años –dos notas oficiales, ya que a la censura le siguió la mala conciencia: nadie podía sentirse orgulloso de la barbarie desatada sobre los fugados–.

¿Qué determina el calificativo de “gran evasión”?

Uno de los parámetros puede ser la magnitud de la crueldad del perseguidor. Hitler mandó fusilar a 50 de los 76 aviadores británicos fugitivos de un campo de concentración alemán situado en Polonia en 1944. Los responsables de estas ejecuciones, miembros de la Gestapo, fueron localizados después de la guerra, juzgados y ahorcados en 1948.

La fuga de Ezkaba, seis años antes, presenta números más contundentes: 795 fugados documentados, de los que 206 fueron abatidos en los montes. Entre los capturados, 14 fueron fusilados como “promotores” y otros 45 murieron en el fuerte de enfermedad y malos tratos en los años sucesivos (1938-1943). Quienes dirigieron la mortífera persecución fueron felicitados y ascendidos. Privilegio de los vencedores.

Otro parámetro, más esperanzador, quedaría referido a quienes completaron la evasión. Tres británicos regresaron sanos y salvos desde Polonia. Tres han quedado registrados por haber alcanzado la frontera francesa desde el fuerte. Junto a ellos, un cuarto, que no quedó documentado.

Indagando sobre senderos que debieron haber tomado estos fugados para alcanzar la muga, se produce un encuentro casual en 2009 con un vecino de aquellos valles, testigo excepcional de dos diferentes momentos: de la fuga de 1938, siendo un niño, y de su encuentro en 1997 con un forastero que regresa a los parajes que fueron tan decisivos en su vida, quien se presenta como un exitoso participante en la fuga. Ese forastero mantuvo conversaciones en la zona –Iragi y Urtasun– con al menos seis personas, y con otros dos jóvenes en la puerta del fuerte, como si desease por esta vía dejar una huella que durante décadas se esforzó en mantener oculta. Su presencia entraña la existencia de un cuarto fugado no reportado.

Surgieron otras preguntas sobre sus protagonistas, los escapados, y entre ellos, quienes idearon el plan de fuga. Gentes sencillas, arrebatadas de su mundo y arrojadas a un infierno del que se ven abocadas a escapar, empujadas a una fuga con tintes de gesta, envuelta después en el anonimato. Su colosal dimensión numérica diluye a los personajes. El reto es desgranar el acontecimiento histórico en microhistorias con rostro: cientos de vidas dignas de no caer en el olvido. En la marea de nombres, resulta anecdótica la relevancia de algunos descendientes, como la nieta del cerrajero Antonio Sánchez, o un afamado actor, sobrino del fugado Matías Estévez.

Esta labor deparó una sorpresa: las diferentes versiones sobre lo sucedido negaban a sus auténticos protagonistas la planificación de la evasión. Entre las gentes de esa generación quedó asentada la opinión de que se trató de una fuga consentida, una trampa con el fin de acabar con un elevado número de presos. A su vez, la prensa republicana e internacional la presentó de modo casi unánime como una rebelión falangista. Desde los burlados militares se aseguró que había contado con ayuda externa, máxime al haberse dado en asombrosa coincidencia con otra evasión en la provincia de Granada: el rescate de 308 presos en el fuerte de Punta Carchuna, planificada desde el mando republicano. Ninguna de esas tesis se sostiene. La evasión nació en las celdas del fuerte y sus únicos hacedores fueron los presos internos.

Sobre las rutas que pudieron haber seguido los desorientados fugitivos en caso de conocer los caminos o contar con apoyo exterior, la respuesta estaba en los ancestrales senderos de la gaulana, esa tupida red centenaria de rutas del contrabando fronterizo, que dejaba la huida hasta la frontera por debajo de los 50 km. Una misma meta, pero múltiples variantes, pues como decía Gaspar Linzoain en Iragi: “las rutas tenían que ser distintas, pues caso contrario los carabineros no tenían, sino que apostarse y esperar a los pasadores”.

Fuerte o fortaleza de San Cristóbal.[1] Se combina esa denominación con la de fuerte de Ezkaba, identificando el penal por el topónimo geográfico, el monte donde se ubica. El Ramo de la Guerra se plantea su construcción “para proteger la plaza de Pamplona con obras permanentes construidas en el Monte Ezcaba o de San Cristóbal” y diseña sus vías de acceso, “siendo más fácil por detrás, por el valle de Ezcaba, nombre verdadero de dicho monte”.[2] Se impuso la denominación de monte San Cristóbal, “donde en lo antiguo hubo una ermita que le da nombre y que apenas se perciben sus cimientos”.

Esta primera propuesta, de junio de 1875, busca “asegurar esta plaza contra las agresiones carlistas e impedir que, en la presente campaña, sus edificios, vecindario y guarnición se hallen expuestos y sean impunemente maltratados como recientemente ha sucedido por la artillería carlista”. La ciudad estuvo sitiada hasta febrero de ese año. Esta razón se reitera en la Memoria del anteproyecto, en 1881: “desgraciadamente hay que pensar en las discordias civiles que tan a menudo ensangrientan nuestros suelos”. Junto a ello, su construcción aparece ligada a la defensa fronteriza contra las invasiones extranjeras, la vecina Francia, y la intención de convertir la fortaleza en la “verdadera Ciudadela de Pamplona”.

Foto del fuerte, con la prevista fortificación avanzada que no se construyó.

Foto del fuerte, con la prevista fortificación avanzada que no se construyó.

La fortaleza artillera inició las obras en 1883 y su construcción –160.000 m2– se extendió hasta 1919. En ese largo periodo las artes de la guerra cambiaron. La rendición de fortalezas consideradas inexpugnables en la Gran Guerra cuestiona para 1916 este modelo: “la desorientación entre los técnicos de lo que será en lo futuro la fortificación permanente aconseja que no se invierta cantidad alguna hasta que la situación quede bien definida”. La aparición de la aviación militar resultó definitiva. Se procede al cierre precipitado del reducto central, sin la prevista fortificación avanzada en su frontal este, que hoy ocupan repetidores de telecomunicaciones.

Su uso penitenciario entre 1934 y 1945 no fue improvisado. El ministerio del Ejército, en febrero de 1929, hizo una propuesta de reparaciones para su conversión en una prisión penitenciaria militar, un total de 113 habitaciones en el edificio de Pabellones: “Deberá alcanzar dicho estudio a la instalación de calefacción a vapor en la planta baja del edificio destinado a presos en la que se hallan instalados los baños, comedor, biblioteca y saloncillo”.

Su destino cierto, lugar de cautiverio de oponentes políticos.[3] Esa vergonzante ocupación parece explicar que permanezca agazapado en la cima del monte. Oculto, pero demasiado grande para negarlo. Su relación con la ciudad ha sido distante, más en el ánimo que en kilómetros. La reconciliación requerirá transferir su titularidad a la administración civil y airear sus interminables galerías y tétrico pasado.

Una mención al maquis de postguerra en Navarra. Su presencia en los mismos escenarios, en un corto intervalo de años oscuros, acosados por similares perseguidores, los ha hecho motivo de confusión con los fugados de 1938. Han surgido en más de una conversación en el trabajo de campo, quedando sin provecho esa información sobre su evanescente presencia, tan difícil de documentar.

Sobre esta evasión, ya existe un excelente libro, Fuerte de San Cristóbal 1938. La gran fuga de las cárceles franquistas, de Félix Sierra Hoyos e Iñaki Alforja Sagone. Sus autores, al evaluar la inacabable lista de miles de presos, señalaban: “a partir de esta impresionante muestra podría hacerse un pormenorizado estudio histórico y sociológico, pero no es este el espacio ni el momento adecuado”.

Este es el punto de partida que inspira este trabajo. Sus magnas dimensiones, probablemente, junto a la evasión de Sobibor (Polonia), la mayor fuga carcelaria en Europa, siguen haciéndola fuente de investigación. Máxime cuando sucede en la puerta de nuestra casa.

El autor del texto, en el interior del fuerte (foto JL Larrión)

El autor del texto, en el interior del fuerte (foto JL Larrión)

 


[1] Archivo General Militar de Segovia. Sección 3.ª, legajos 125 y 126, conservan tanto el proyecto de la obra del fuerte Alfonso XII o de San Cristóbal como las modificaciones habidas a lo largo de los años.

[2] Escrito del Estado Mayor del Ejército del Norte, 8 de junio de 1875. AGM de Segovia, Sección 3, legajo 125.

[3] El fuerte se constituye como Prisión Central, dependiente de la Dirección General de Prisiones, M.º de Justicia, el 21 de noviembre de 1934.