Las redes de evasión. El ilusorio apoyo externo
El desconcierto de los militares ante la masiva fuga los llevó a especular con que, intermediados por mujeres que los visitaban, los evadidos contaban con ayuda exterior para alcanzar la frontera: “[…] esta evasión obedece a una preparación previamente meditada, siendo probabilísimo un continuo e intenso contacto de los reclusos con elementos del Frente Popular en Francia y muy especialmente en los Alduides”, escribe el comisario jefe de Irún el 23 de mayo.
Desde el inicio de la guerra se activaron redes de ayuda –por afinidad política o motivación humanitaria– a quienes pretendían escapar a Francia. Estas redes compartían espacio, y en ocasiones se entremezclaban, con un colectivo omnipresente en ese escenario fronterizo: los contrabandistas.
¿Quién podía haber guiado a estos fugados, si hubiesen contado con apoyo exterior? Gentes expertas en andar de noche en tan accidentado terreno y que hacían ese recorrido con la misma pretensión de marchar sin ser vistos; pastores conocedores de los senderos que comunicaban los valles, que llevaban a las bordas y pastos de altura, a las carboneras a las que hoy solo identifica su forzada planicie en medio de laderas imposibles; mugalaris, contrabandistas que cubrían las sendas de la gaulana para el paso de ganado, mercancías y, ocasionalmente, fugitivos políticos o emigrantes económicos.
“Casi todas las confidencias, datos, informes, que recibe el consulado son gratuitos, porque provienen de amigos de nuestra causa, pero no hay que olvidar que uno de los elementos más aprovechables –quizá el mejor– es el contrabandista”, recoge Saturnino Lasa, responsable del Servicio de Información republicano en el sudoeste francés, el 29 abril de 1938.
Altruista o no, resultaba una actividad peligrosa. La noche del 5 de febrero de 1938 la Guardia Civil embosca cerca de Ventas de Arraitz a un grupo de veinte personas que intentaban pasar clandestinamente la frontera. Primer acto de la desarticulación del grupo, vinculado al Socorro Rojo, que contaba con el apoyo sobre el terreno de guías locales.
La sombra de esas redes revolotea sobre un instructor anhelante de indagar los potenciales apoyos externos. El sumario incluye la carta de un carabinero en Maya (Baztán), Fernando Rojas, del 24 de julio de 1938: “Ocurrido el hecho de la evasión de los presos del fuerte, esa misma noche, el tal Blas Marín en unión del tal Erviti, pasaron en automóvil con dirección a los Alduides […] saqué en conclusión que estos individuos sabían desde algún tiempo que se iva a perpetrar el referido hecho y por consiguiente de antemano trabajaban desde Francia con el fin de allanarles el camino”.
Señala a Blas Marín, refugiado, y antiguo alcalde de Elizondo, como responsable de estas redes de apoyo y se rescatan antecedentes: “Ignacio Erviti, si bien estuvo afiliado a Izquierda Republicana, lo hizo más que por afecto político, a base de negocio para poder desenvolver con más seguridad sus actividades, ya los elementos de izquierda amparaban rotundamente el contrabando”.
El instructor, “[…] como se trata de hechos ocurridos principalmente en territorio francés […]”, recaba la ayuda del Servicio de Información de la Comandancia Militar del Bidasoa, de la Comisaría de Policía de la Frontera, y del espionaje militar, el SIPM.
Para ello, estos servicios de información infiltran agentes y falsos fugados, impostores. La Depêche de Toulouse del 2 de junio, sobre la fuga, alertaba de que la prensa se veía influenciada por los numerosos agentes de Franco en esa región pirenaica. Veladamente aparecía la alargada sombra de su responsable, el comandante Julián Troncoso, jefe de la Comandancia Militar del Bidasoa, quien había sido condenado en juicio y expulsado de Francia en marzo de 1938 por realizar actos de terrorismo.
Estas maniobras ya habían sido advertidas por el gobierno republicano, que el 20 de agosto de 1937 remitía una nota reservada a su embajada en París advirtiendo de supuestos fugados: “Por este procedimiento de las “fugas” se están introduciendo en la zona leal muchos agentes fascistas”, y solicita que los consulados extremen la precaución respecto a las personas huidas del campo faccioso y que se presenten a ellos.
Los anunciados impostores, aparecieron.
Un informe del consulado republicano en Hendaya de 6 de septiembre de 1938 anota la llegada de Raúl López, de 23 años, natural de Navia (Asturias), afiliado a la CNT. Declara que, preso en el fuerte, participa en la fuga, logrando alcanzar Alsasua y de ahí Asturias. Más tarde, por Irún, atraviesa el río Bidasoa y llega a Hendaya. Su conocimiento de la vida carcelaria es minucioso, dando los nombres del director Rojas y de funcionarios: Campos, Sacristán… Del consulado es enviado a Barcelona. Su elaborado discurso tuvo que ser facilitado por los servicios de información a quienes servía, con el fin de contrastar lo que el consulado conocía sobre la evasión y/o llegar a Barcelona con el aval consular. Ni el Registro Civil de Navia ni el del fuerte inscriben a nadie con sus datos. Otro fugado impostor, que se presenta como “el riojano Alejandro Bielsa”, es entrevistado por Ce Soir en Bayona el 25 de mayo. El escrutinio policial para detectar impostores, explica la cuarentena a la que fueron sometidos los genuinos evadidos a su llegada a Barcelona, que contaba Valentín Lorenzo.
La propaganda franquista se obcecó en la tesis de la complicidad exterior y emitía el 6 de junio por Radio Nacional en Salamanca: “Los jueces trabajan activamente para esclarecer la ayuda de armas pasadas por la frontera con destino a los presos fugados, así como para aclarar las actividades de los súbditos franceses que en días anteriores parece habían visitado los caseríos cercanos al fuerte”.
La obsesión sobre un supuesto apoyo exterior, que reiteraba la nota oficial de 17 de junio, reforzó las medidas de control del vecindario de los valles fronterizos, que solo podía desplazarse provisto de un salvoconducto. En junio de 1938, el delegado de Orden Público de Navarra ordena que los mayores de 16 años procedentes de otras provincias lo comuniquen a la Guardia Civil, siendo obligación de los propietarios de viviendas denunciarlos. En julio se solicita al ayuntamiento de Erro, con carácter confidencial, la relación de extranjeros que posean casa en el valle. En Baztán, se conmina a estos extranjeros residentes a regularizar su situación ante la policía.
Otra coincidente evasión, cerca de Motril (Granada), no ayudó a despejar dudas. A las dos horas del 22 de mayo de 1938, de modo prácticamente simultáneo, se llevó a cabo una operación de rescate de trescientos ocho presos, encerrados en el fuerte de Punta Carchuna. La exitosa operación, a iniciativa del mando republicano, fue ejecutada por un comando mixto de 35 soldados y milicianos de la Brigada Lincoln, como lo recogió Ce Soir el 25 de mayo. El Diario de la 33 División del ejército franquista concluyó el 23 de mayo: “Como impresión que domina en todo el desarrollo de la evasión de los prisioneros, prevalece la de que hubo un previo acuerdo entre el enemigo, las dos Compañías de prisioneros y el personal de vigilancia, facilitado por 3 individuos del batallón, que desertaron hace pocos días”. El Estado Mayor del Generalísimo informaba de que, aprovechando el ataque, habían desertado un total de 27 soldados y suboficiales.
El paralelismo entre ambas fugas redobló las sospechas. En 1941, el teniente general Alberto Castro, Inspector general de la Frontera Pirenaica. concluía sobre la evasión de Ezkaba: “Esta fuga formaba parte de un vasto plan preparado por elementos rojos que estaban en combinación con otros que esperaban al otro lado de la Frontera”.[1]
Sin embargo, el plan de fuga se gestó y ejecutó sin intervención de ese fantasmal soporte exterior, apoyo que no es mencionado en el informe del instructor, ni en la sentencia. La Comandancia Militar del Bidasoa descartó el que podía ser más efectivo apoyo: “Ninguno de los contrabandistas a quienes se pudiera pensar en enviar a la busca de los que estuvieron en el monte para traerlos a Francia, se atrevería a ir a hacerlo, sabiendo que la guardia está montada seriamente en la frontera.[2]
Tampoco desde el campo de los protagonistas hay dato que lo avale. Calixto Carbonero, prominente organizador, horas antes de su fusilamiento, aseguraba al alférez Eguiazábal que lo custodiaba, que “el plan de fuga venía planeándose desde el mes de diciembre, aisladamente por Pico y Carbonero, hasta que se confesaron su plan de evasión y decidieron aunar los esfuerzos y que en su plan no contaban en absoluto con elementos extraños a los procesados, …ya que como buenos comunistas estaban acostumbrados a valerse por sus propios medios”.[3] “Partió enteramente de dentro del penal”, afirmaba taxativo Jacinto Ochoa, entrevistado por J. Jurío en 1978.
El discurrir de los hechos arropa esta versión. Los organizadores buscan el apoyo de presos locales precisamente para suplir esa carencia: “A nuestra pregunta de si tenían algo preparado en el exterior contestaron que no tenían absolutamente nada,[4] atestiguaba Josu Landa sobre su encuentro con Pico. El contacto externo queda descartado ante las dificultades de acceso a esas redes, la logística requerida y el incontrolable riesgo de filtración si el plan se extendía más allá de los muros del penal.
El apoyo a la persecución
Los fugados encontraron en la población civil actitudes beligerantes, pero también generosas, tal y como el alma humana se conduce en situaciones extremas.
El dispositivo de captura contó con la colaboración de civiles afines y vecindario de los valles. Su participación quedó desdibujada, al arrogarse los cuerpos profesionales todo protagonismo. Así, el cuerpo de Carabineros reivindica la detención de 412 de los prófugos y los militares firman su participación en Juslapeña con 134 capturados, lo que deja un papel residual a otros participantes.
Las declaraciones de los capturados desmienten, sin embargo, esa primacía y señalan a los requetés –muchas veces paisanos calados con su identitaria boina roja– como fuerza primordial en las capturas: “[…] presentándose a tres Requetés y un paisano en Olabe”, declara M. Iriarte; “[…] después de vagar por el monte se presentó a unos Requetés cerca de Olabe”, en el caso de J. Ibarrola; “[…] se entregó a unos paisanos con escopeta”, dice G. Castañeda; “[…] fue a entregarse a unos paisanos con escopeta que luego le entregaron a unos Requetés”, expone D. Pérez, entre las declaraciones que pueblan el sumario. Dada la unificación de milicias, para 1938 todas eran indistintamente de FET y JONS, pero los apresados distinguían la vestimenta de los tradicionalistas.
Las fichas de excombatientes del bando vencedor, de 1940, corroboran esa participación de paramilitares en el operativo (ver capítulo “Las fuerzas perseguidoras”).
“Durante aquellos agitados días fueron movilizados todos los afiliados de Falange y el Requeté. Unidos a la Guardia Civil, peinaban el monte a la caza de presos con la tajante orden de ni heridos ni prisioneros”, apunta Galo Vierge, miembro de CNT, en Los culpables, 1942.
El sacerdote C. Saralegui en Memorias y recuerdos de un cripto aseveraba: “[…] fueron muchos los “voluntarios” que ayudaron al ejército en su empresa”.
En cuanto a los vecinos de estos valles, la colaboración en unos casos fue forzosa; en otros, voluntaria e incluso entusiasta. Pesaba la propaganda oficial que estigmatizaba a los huidos como una partida de “asesinos, atracadores y ladrones”. Despertaron un temor similar al que más tarde provocarían los maquis. Esa presión ambiental convirtió a la población local en actor del operativo, delatando su presencia o capturando fugitivos, en algunos casos levantando sus escopetas contra ellos, y en casi todos, cavando sus fosas.
La nota de agradecimiento del gobernador civil de 22 de junio, reconocía a quienes “provistos de escopetas y otras armas, han ayudado con la mayor eficacia a la captura de numerosos evadidos, reduciendo a los que hicieron resistencia y proporcionando confidencias utilísimas y noticias importantes relativas al terreno de que son conocedores”. El jefe de la Guardia Civil de Navarra aplaudía el 15 de junio la cooperación de Esteribar y Erro, “de los hombres naturales de esa hidalga y españolísima comarca, así como su noble y desinteresada hospitalidad”. En Juslapeña y en el valle de Imotz, es el comandante Trías quien hace lo propio. Lo cierto es que la hospitalidad no era opcional: cada casa debía acoger a varios soldados, como se atestigua en puntos tan dispares como Burguete, Ciaurriz, Usi, Saldías o Iragi.
Los ayuntamientos, copados por sus partidarios, adoptan acuerdos de apoyo. El ayuntamiento de Arce acuerda el 9 de octubre de 1938 abonar 88 pesetas a la Guardia Civil por los gastos de manutención del personal que había participado en las batidas, “servicios prestados espontáneamente en defensa de los Santos Ideales de la Patria”.
Más gravoso le resultó al ayuntamiento de Leitza.[5] Abona a S. Gogorza 815,50 pesetas y 274 a B. Múgica, como parte del compromiso de pagar una peseta diaria por soldado o milicia que interviniese en la batida, y facilitan el local de la cantina escolar. A su cocinera, Fermina Gogorza, se le gratifica con 50 pesetas.
Junto a estos donativos, el ayuntamiento suministra carne y otros géneros (725,10 pesetas) y 597 raciones de pan y leña, y posteriormente emprende un desalentador peregrinaje para su reintegro. De Intendencia de Gipuzkoa los reenvían al batallón 415; estos se desentienden a favor de la Intendencia de San Sebastián, que los remite a la Intendencia de Vitoria y estos, a de la VI Región en Burgos. El ayuntamiento, el 3 de mayo de 1939, Año de la Victoria, seguía reclamando el pago a Intendencia de Pamplona, sin más noticia.
Estas tensiones, que se dieron a lo largo de toda la guerra por la prolongada presencia de la tropa, se agudizaron con la evasión. El alcalde en Baztán, ante las quejas de los ganaderos del valle afectados, reclama el 4 de junio al comandante del batallón 332 en Burguete, el precio justo por los carneros incautados para el rancho de la tropa desplegada en el Quinto.[6]
En ninguna población esta tensión fue más palpable que en Burguete, en la que se dan gestos de resistencia, a riesgo de ser señalados como desafectos, a las interminables demandas de participación en el patrullaje nocturno y red de acecho para el avistamiento de aviones, alojamiento de la tropa, construcción de chabolas para la guardia fronteriza, abastecimiento de leña… exigidos por la militarización de la estratégica localidad fronteriza.
Los oficiales del batallón ocupaban los hoteles Loizu y Burguete, cuyo republicano propietario, Victoriano Urdíroz, había huido. La tropa estaba dispersa por el pueblo –cuatro por casa, con carácter obligatorio–. M.ª Isabel (n.1928), hija del alcalde Benito Azanza, recuerda el estruendo de cornetas que alarmó a la población en la madrugada de ese domingo con motivo de la fuga para movilizar a la soldadesca. Abdón Muguía, miembro de la guarnición, deserta y en el consulado republicano de Hendaya añadía que les ordenaron acostarse vestidos y levantarse a las dos de la madrugada.
La ajetreada respuesta a la evasión mostró la conveniencia de concentrar el acuartelamiento de la tropa. El 23 de julio el gobernador militar de Navarra lo requiere para 150 soldados. El 26 el pleno municipal acuerda ceder la casa consistorial y el garaje de la línea de autobuses La Montañesa, y el 29 el comandante del batallón apura: “ruego disponga sean desalojados por quien los ocupare y puestos a mi disposición a la mayor brevedad”.[7]
Este apoyo material resulta anecdótico frente a otra cuestión más comprometida. Estos valles de la Montaña habían logrado esquivar la violencia que en los años anteriores arrasó los pueblos del sur de Navarra. Inesperadamente, se vieron envueltos en este suceso que provocó por sí solo que concentrasen el mayor número de ejecuciones extrajudiciales en el último año de guerra y que su tasa de asesinatos en el periodo bélico superase la media de Navarra.[8]
El cálculo de estos asesinatos por el Fondo Documental de la Memoria Histórica de Navarra, mide asesinados residentes en una población, y en este caso no vivían en estos valles, los atravesaban cuando fueron ejecutados in situ. La comparativa, no obstante, sirve para visualizar el impacto de estas muertes en estos valles de la Montaña, área geográfica donde la represión se ha tendido a considerar prácticamente inexistente.
En 1930 Juslapeña tenía 797 habitantes y la fuga ocasionó 30 ejecutados en el valle según dicta el informe oficial, con una tasa del 37,6 ‰. En Olabe (51 habs.), valle de Olaibar, se han exhumado diecisiete fusilados en dos fosas distintas, equivalente a un tercio de su población. En Esteribar (2378 habs.) los evadidos exhumados en el periodo 2015-2019 son diecisiete, a los que cabe sumar otros dos fusilados en Leranotz y Eugi, localizados en 1943 y 1950. Un total de diecinueve, con una tasa del 8 ‰, aunque indiciariamente, con 44 fusilados, la tasa sería superior.
Aquella participación vecinal en la desatada brutalidad convirtió en cómplices sobrevenidos a los intervinientes y coadyuvó al mutismo y desmemoria que ha afectado a la localización de los ejecutados. Una verdad incómoda.
El recuerdo de esa herida quedó en letargo durante décadas. Quienes rompen la amnesia son quienes entonces fueron niños. No puede aflorar esta historia sin su concurso. Su curiosidad entonces los convierte hoy en testigos: niñas y niños camino a la escuela, pastoreando el ganado… que, atraídos por el revuelo de lo novedoso, presencian agazapados las ejecuciones. El valle de Anue elaboró en 2014 un vídeo sobre memoria oral de sus mayores. En los minutos en que repasa su historia del siglo XX, tres ancianos se refieren a aquella fuga, validando el impacto de aquella vivencia de hace ocho décadas en sus recuerdos. Se cierra el círculo: fueron ellos, acompañados de sus descendientes, la principal fuente de localización de fosas.
…y a los perseguidos
La demonización de los fugitivos se complementaba con la intimidación. La Guardia Civil de Isaba apercibía “que todo aquel que preste ayuda o alimento o simplemente note presencia de evadidos y no lo denunciase será detenido y puesto a disposición de la Autoridad Militar como reo de delito de auxilio a la rebelión”.[9] A pesar de ello, hubo ayuda local; pero espontánea, no planificada por el mando republicano o soportada por redes de evasión.
El vecino de Eugi Eusebio Sotro se topa en el monte con un perseguido. Dejando a un lado el riesgo personal, le extiende su ración de comida, le indica el camino a la frontera; lo mismo que Nicolás Goñi a la entrada de Zilbeti, en una ubicación clave para culminar la escapada. En Zubiri, a Mainerena, fuera del núcleo urbano, llega un extenuado fugado. Es ocultado por Sebastián González Vierge. Una vez recuperado, regresa a los bosques, no sin asegurar que no lo confesará caso de ser capturado. De modo parecido, dos fugitivos pasan noche en un pajar de Maquirriain, protegidos por Nazario Munárriz. Esperanza Egozkue, de casa Berekoetxea (Burutain), contaba que, siendo niña en Lantz, entregó una patata a quien consideró un mendigo, para conocer después que era un fugado, que, hambriento, deambulaba por la calle. Se ha narrado la humanitaria respuesta de Francisca Carneiro en Olloki. Es presumible que se diesen otros episodios similares. El periódico La Depêche de Toulouse se hace eco el 2 de junio de esa ayuda local a los evadidos.
Ajeno también a las redes de evasión, Antxon Bandrés intenta a ciegas el auxilio. Fundador de la Federación Vasco-Navarra de Alpinismo en 1924, exilado en ese momento en San Juan de Luz, el jueves 26 de mayo subió a los montes fronterizos con algunos pastores de Sara, impulsado por la esperanza de localizar desorientados fugados que conducir a salvo. Así lo detectó desde Irún la Comandancia Militar del Bidasoa.[10]
Los difíciles equilibrios del momento generaban situaciones paradójicas. Nazario Munárriz los resguarda en un pajar, mientras sus hijos Eulogio y Marcelino participan en su búsqueda; Nicolás Goñi alternaba noches en su persecución, con otras en las que los orienta hacia la frontera.
Los fugitivos que cruzaron la muga llegaron allí por su experiencia de gente de campo para guiarse en la noche y por su resistencia. También porque encontraron una mano amiga. Lorenzo y Marinero así lo reconocieron. Jovino narra que un pastor comparte su pan y queso, le orienta para cruzar la frontera. El cuarto fugado de Banca probó en su cuerpo las dos actitudes: Un disparo de posta, disparado por un civil deja su brazo herido; pero antes, en Etsain, un par de paisanos lo alimentan y le indican el camino. Más tarde, en un caserío de Banca es cuidado hasta su recuperación. J. Ochoa y F. Celay, fugados en 1944, son cobijados por una vecina de Abaurrea.
El clero local
Otro capítulo por sopesar es la actitud de los párrocos rurales, con gran ascendencia en estas pequeñas poblaciones de la montaña. El ambiente del momento era determinante. Doscientos de estos párrocos asisten a finales de abril a unas jornadas en el monasterio de Irache, presididas por el obispo Olaechea, en las que el párroco de Lezáun, Mónico Azpilicueta, exaltaba “la benemérita labor de los Curas navarros que propagaron con su fe, su heroísmo y su actividad el levantamiento en masa de nuestros valientes muchachos en defensa de la Religión y de España”.[11]
Su constatada presencia en las ejecuciones de fugados en calidad de confesores de las víctimas, de quienes conocieron su identidad, resulta controvertida, al no ir acompañada de su inscripción en los registros parroquiales.
Del muestreo de libros eclesiales a los que ha sido posible acceder, se verifica la inscripción de los parroquianos muertos en los frentes: “el día tres de mayo de 1937 recibió cristiana sepultura en el cementerio de Unzu, anejo a esta parroquia de Navaz, Eugenio I.E., de veintiuno años, que falleció en Elorrio (Vizcaya) el día 27 de abril, luchando en defensa de Dios y de la Patria. Santos Gesta, párroco”. “El día diez y siete de junio de 1937 murió en este cerco de Bilbao, Sabino G. G., voluntario requeté de veinte años. Se trajo su cadáver y fue sepultado en el cementerio de Ibero y se le hizo un funeral con diez sacerdotes. Alberto Oficialdegui, vicario”.
También anotaban a los forasteros fallecidos en su jurisdicción parroquial: “fue hallado el cadáver de un hombre, al parecer mendigo en las cercanías de este pueblo. Identificado el cadáver, resultó ser Raimundo P. E., de 46 años de edad, natural y residente en Pamplona. José Saldías, ecónomo”, Anocibar, 20 de febrero de 1938.
No fue así en el caso de los fusilados en la guerra. El párroco de Ibero, A. Oficialdegui, justificaba su inacción en una carta dirigida en junio de 1937 a Concepción, hija de Gregorio Angulo, dirigente socialista: “[…] no le he escrito a usted antes, porque tanto a los que intervienen en el fusilamiento como a nosotros nos prohíben comunicarnos con las familias de los muertos”.[12]
La inscripción parroquial hubiera permitido la localización e identificación de multitud de fusilados, pero se impuso el silencio, acorde a la estrategia de ocultamiento de los ejecutores.
Sobre los fugados, entre esa abrumadora pasividad, hubo excepciones. El párroco de Eugi inscribió al soriano Isidro López; uno entre 206. También hubo, en casos puntuales, un reservado envío de cartas a las familias. El mismo Oficialdegui certificará a la viuda de José Garmendia que, fugado del fuerte, fue ejecutado en Ibero el 24 de mayo y enterrado a orillas del río Arga. El párroco S. Gesta escribirá a la viuda de Felipe Parra para comunicarle su fusilamiento el 26 de mayo en Juslapeña; lo mismo que el párroco de Zandio, sin que haya trascendido la familia destinataria.
De igual modo, ha quedado constancia de la oposición de algunos de estos párrocos a estos asesinatos en Urtasun, Eugi…, tratando de apaciguar la ferocidad de los verdugos.
En su exculpatorio Los sacerdotes navarros ante la represión…, J. Equiza, clérigo, reivindica el discreto y compasivo apoyo a fugados por los párrocos de Zubiri, Fernando Iribarren, y de Olague, Miguel Beortegui, corroborado en este caso por su convecina Caridad Oyarzun: “si os los encontráis, dadles cobijo”, les alentaba. Equiza silencia la insensible actitud de párrocos como el de Aritzu, Epifanio Sancho, espoleando a la persecución, o el de Oricain, Fructuoso Iñigo, de quien M. Munárriz sentenciaba: “el cura era el peor”.
Del párroco de Berriozar y capellán del fuerte en el periodo más letal, José M.ª Solabre, Equiza destacaba: “a pesar de las apariencias, era un cura compasivo y misericordioso”. El preso Juan Mari Pallín, católico confeso, asiduo a los actos religiosos en el fuerte, en sus Memorias recordaba de Solabre –“de apariencia siniestra”–, su pasado como instructor militar carlista.
No fueron los únicos que escribieron sobre Solabre. Antonio Lizarza, organizador de los paramilitares carlistas, en Memorias de la conspiración, publicado en 1953,[13] lo implica en reuniones conspiratorias desde 1931, una vez proclamada la República. En el capítulo que titula “Fabricación de bombas” escribe: “[…] fue encomendado a don Jesús Yániz, Párroco de Caparroso, ayudado por don Francisco Arellano, que lo era de Traibuenas, la tarea de fabricar bombas de mano. La misma misión fue encomendada a don Fermín Erice, Párroco de Esquiroz, y a don José María Solabre, de Berriozar. Hubo, pues, dos pequeñas fábricas de bombas, una en Caparroso y la otra en Mañeru […]”.
En las siguientes ediciones[14] se censuró esa comprometida confesión: “[…] fue designada una comisión para impulsar, organizar y dirigir la imprescindible tarea de fabricar bombas de mano. Hubo dos pequeñas fábricas de bombas, una en Caparroso y otra en Mañeru […]”. Una palmaria muestra de blanqueo, que el texto de Equiza redondea.
[1] ACMN. Información 30-1941 del Estado Mayor sobre la evasión, declarada Acción de guerra.
[2] AGMAV, caja 2328 Informe de 27 de mayo de 1938.
[3] Archivo R. y General de Navarra, sumario 1915/38, tomo II. f. 191-192.
[4] La gran fuga…, p. 137.
[5] Archivo municipal de Leitza, caja 174.
[6] Archivo municipal de Baztán, caja 703.
[7] Archivo municipal de Auritz-Burguete, legajo 105.
[8] FDMHN, “Víctimas mortales de la represión en Navarra durante la guerra civil y el primer franquismo (1936-1948)”, septiembre de 2021.
[9] Archivo municipal de Isaba, caja 73.
[10] Archivo General Militar de Ávila, caja 2328.
[11] Boletín oficial eclesiástico del obispado de Pamplona, año 1938, p. 240.
[12] Ángel García Sanz. Gregorio Angulo (1868-1937): Los “obreros conscientes” navarros.
[13] Edición 1ª, 1953. Biblioteca de la Universidad Pública de Navarra.
[14] Edición 2ª, 1953. Biblioteca de Navarra.