La pregunta no tiene una respuesta unívoca.
De hecho, solo uno de cada tres reclusos decidió lanzarse al monte.
En la mente de sus dirigentes bullía evadirse y apoyar la causa republicana; en la mayoría de los fugados, escapar de una muerte lenta. Contados evadidos resultaron heridos: Juan Iglesias, a quien se le amputó el brazo izquierdo; en el brazo también fue herido el fugado de Banca; y en el muslo de la pierna José Marinero. Marcelino Iriarte recibe un balazo en el pie. Vicente Cerveró ingresa en el hospital militar con tres heridas leves de perdigón en la pierna izquierda; es curado con yodo y devuelto a la prisión provincial. La inmensa mayoría de bajas fueron mortales. Pero permanecer en el fuerte tampoco era una garantía de supervivencia.
La intentona de una masiva evasión de 2487 presos republicanos, dispersos por los montes de Navarra hacia la frontera, alterando la retaguardia del bando sublevado y dando un golpe propagandístico, se explica por el perfil de los promotores: una generación de revolucionarios, al estilo del retratado Leopoldo Pico, disciplinados y con una absoluta dedicación a la causa, aun a costa de cualquier sacrificio personal. Ayudar a la República desde su puesto.[1]
Así lo reconocía el fiscal militar, dejando traslucir su respeto al enemigo caído: “Había un número reducido de reclusos, los cuales, por su temperamento rebelde, por sus convicciones políticas y quizá también por su valor personal, fueron los que idearon la evasión en masa”.[2]
Sin embargo, nunca fueron reivindicados. La prensa afín mistificó la intentona y más tarde orilló la gesta. En Navarra, escenario de los hechos, no ha sido hasta recientemente un hito destacado. Al ocultamiento oficial se añadió el escaso peso de la participación local entre los fugados y los episodios de cruenta persecución que se protagonizaron. Masacrados en los montes, en el imaginario popular de los valles quedó no como una fuga organizada por los presos para poner fin a su calvario, sino como una evasión consentida, una trampa.
En cuanto a los tres exitosos fugados documentados, asalta una pregunta.
¿Qué vértigo pudieron sentir al conocer que fueron 3 entre 795 fugados? Frente a 206 muertos en los montes, mientras ellos alcanzaban la frontera. Frente a 14 fusilados en agosto, cuando ya descansaban en Barcelona. Frente a los 45 que una vez capturados, murieron en el fuerte entre noviembre de 1938 y 1943.
La extraña sensación que acompaña a los sobrevivientes.
[1] Un temple excepcional, propio de otro tiempo, del que el historiador Eric Hobsbawm ofrece un ilustrativo ejemplo: “Consideremos el caso de dos jóvenes alemanes unidos temporalmente como amantes, que fueron movilizados de por vida por la revolución bávara de 1919. Olga Benario, hija de un próspero abogado muniqués, y Otto Braun, maestro de profesión. Olga organizaría la revolución en el hemisferio occidental, unida a Luis Carlos Prestes, líder de una larga marcha insurreccional a través de las zonas más remotas de Brasil, que en 1935 pidió a Moscú que apoyaran el levantamiento. El levantamiento fracasó y el gobierno brasileño entregó a Olga a la Alemania hitleriana, donde murió en un campo de concentración. Por su parte, Otto tuvo más éxito en su actividad revolucionaria como único elemento no chino que participó en la célebre “Larga Marcha” de los comunistas chinos, antes de regresar a Moscú. ¿Cuándo, excepto en la primera mitad del siglo XX, podían haber seguido ese curso dos vidas interrelacionadas?”. La cita explica la disposición que animaba a quienes se disponían a tomar una fortaleza en la retaguardia franquista y liberar a sus prisioneros. La misma fe voluntarista que mueve otra intentona fallida en la época, la invasión guerrillera de octubre de 1944. En ambas coincide Jacinto Ochoa.
[2] Archivo de Capitanía Militar de Navarra, sumario 1915-38, f 471v.