Esquivando perseguidores

Cuenta en Solidaridad Obrera el 16 de junio de 1938, en Barcelona: “En el Penal éramos unos dos mil setecientos reclusos. Salimos unos mil setecientos. Era entre dos luces. Desfilamos todos casi en columna compacta hacia el monte. Por las carreteras volaban los camiones cargados de guardias civiles y de requetés. La columna se desparramó por los bosques y por los barrancos en la noche. Al día siguiente, desde nuestros escondrijos comprobábamos con qué saña se nos perseguía. Perros, curas, mujeres con fusiles y boinas rojas, requetés, guardia civil y soldados andaban y venían por los montes, detrás de nosotros. No se atrevían a penetrar en los bosques, porque a lo mejor temían que estuviéramos armados. Nosotros permanecíamos en las espesuras durante el día y por la noche avanzábamos. Yo iba con un grupo primero de unos veinte compañeros; a los dos días quedábamos tres y más tarde quedé yo solo. La persecución seguía dura y tenaz”.

Se guiaba por su sentido de la orientación, habituado a largas caminatas por los montes leoneses para ir a pueblos o ferias. En la noche, por las estrellas: “[…] En una ocasión permanecí más de dos horas metido en un río. Ladraban los perros rastreadores. “Pues este c… se ha metido aquí, y aquí lo hemos de encontrar” decía un cura con fusil y canana. No sé cómo no me encontraron. Nos separaba la distancia de dos metros de maleza. Fue un trago de los más duros”. En la orilla se detuvo la patrulla de requetés, margaritas carlistas –su sección femenina– y algún cura. Jovino, sin atreverse a respirar, oía sus imprecaciones contra los huidos. De una margarita llegó a ver el rostro reflejado en su espejo mientras se refrescaba. Una rama que lo sujetaba se rompió y los perros acudieron. Jovino alargó la mano, les acarició el hocico y calmados, terminó la alarma. La abuela Ana María achacaba la milagrosa salvación a la intervención de San Roque. Toda ayuda era poca en ese lance.

A medida que avanza, los menguantes cauces de las regatas son una esperanzadora señal de que se acerca a sus fuentes, y de ahí, a la vertiente de aguas que cae al otro lado de la frontera.

“Comía hojas de roble y hierbas, las que creía que pudieran ser buenas. Estaba hecho polvo. Tenía entendido que desde Pamplona a la frontera sólo hay 47 quilómetros. Así pasaron cerca de diez días. Cada día me libraba, por verdadero milagro, de que me atrapasen. No hay nada comparable a esto […]” Era tal el hambre que un día mató un corderito con una piedra. Deshidratado, bebió su sangre, comió un muslo y guardó el resto entre su ropa.

Topó con un pastor de pelo largo y barbas blancas: “Al fin, un día, a los doce de haber salido del Penal, me encontré un pastor. Me dio pan y queso. Le dije que marchaba hacia Guipúzcoa, y le pregunté si iba bien. Me respondió que estaba en territorio navarro, a cuatro kilómetros de Francia. Estuve a punto de desvanecerme. Me sinceré con el pastor. Ya sospechaba él que yo era un fugitivo. Me aconsejó que permaneciese en el bosque escondido hasta el día siguiente, que él me ayudaría a pasar la raya de Francia. Así fue. Al otro día burlé una vez más las guardias de vigilancia. Eran las últimas. Estaba ya en Francia”. Jovino le preguntó su nombre, para poder recompensarle algún día, a lo que el pastor se negó: demasiado peligroso.

Llegó el 4 de junio a una pequeña aldea, donde los vecinos se arremolinaron mientras comía en la calle. Aquellos niños recuerdan hoy los continuos ecos que llegaban de la vecina guerra y sus fugitivos, pero no se grabó concreta imagen de cada caso.

El encuentro con el pastor pudo producirse entre Mendiaundi y Lindus. Es el punto geográfico que encaja con la descripción que hizo Jovino: domina las dos vertientes, se sitúa encima de Roncesvalles, y los primeros caseríos de Urepel quedan a cuatro kilómetros. Que llegó a Urepel quedó confirmado en un escrito de la Guardia Civil. Ello permite incluir entre los ocasionales pastores a los de Urepel, como Xalbador, cuya familia tenía un pequeño refugio –etxola– en esa misma línea fronteriza, y cuya cercanía con estos refugiados es atestiguada en sus Memorias por J.R. Aranberria (Ondarroa, 1925), residente en Banka en 1945. Otro candidato es Martín Camino, arrendatario de Berrokoborda (Roncesvalles), asiduo en esos parajes.

De Hendaya a Barcelona

En Francia fue conducido al consulado en Hendaya e interrogado por su responsable, Antonio Múgica, y por el canciller Anastasio Blasco. “Una vez terminado, el Cónsul me acompañó a un hotel que me designó, donde estuve hasta el día siguiente por la mañana, que cogí el tren en dirección a Barcelona”. Asombra que tan agotadora odisea quede resuelta con un buen sueño, pero algo parecido contaron J. Marinero y V. Lorenzo, llegados tres días antes.

Jovino, cruzando la frontera por Cerbère, llegó a Barcelona. Su gesta había pasado desapercibida, hasta que ya entre los suyos, cuenta la aventura en la radio y en el periódico de la CNT: “Al llegar al sitio de destino (Cuartel de Karl Marx), fui invitado a presentarme a ciertos centros de prensa y particularmente al Secretariado de la Guerra, donde fui recibido por el Comisario General en persona, el que, después de los consabidos agasajos y demás, me dijo que desde aquel momento quedaba ascendido a teniente de Ingenieros, lo que no tardó en ser confirmado en el diario oficial. Fui destinado a hacerme cargo de las trasmisiones del 34 batallón Divisionario de ametralladoras en el Segre y más tarde en la zona de Gerona”. El Karl Marx fue un antiguo acuartelamiento de Infantería reconvertido en cuartel de milicias, donde se ubicó a combatientes vascos, cántabros y astures tras la caída del frente Norte.

Se une al esfuerzo bélico. “Otra vez soldado hasta el fin. Para eso quería salir de allá, de aquel infierno”. Hasta el fin. ¿Qué pasaría por su cabeza al cruzar la frontera por segunda ocasión con las últimas tropas en febrero de 1939? La primera, hace escasos ocho meses, aunque agotado, fue de infinito contento: escapaba con las esperanzas intactas. Ahora entrega su armamento a la gendarmería, símbolo de su derrota.