En Barcelona, Jovino había conocido a una refugiada donostiarra, Luisa, a la que unió su vida. La familia de Luisa era gente de mar. La abuela Celedonia Larraza procedía de la villa marinera de Mutriku, y por matrimonio pasa a vivir en el puerto donostiarra. Atendía un puesto de venta de pescado; su marido, Antonio Gurruchaga, patrón de un barco con el que se aventuraba a la pesca de bacalao en Terranova; los hijos, Sebastián y Vicente, eran parte de la tripulación. Las prolongadas ausencias del marino hacían que el peso familiar recayese en la abuela. Luisa recordaba anécdotas de aquel tiempo feliz, cifradas en clave musical: la Tamborrada; las zarzuelas a las que la familia asistía para celebrar el regreso del mar del padre; el Boga, Boga que nunca olvidó, y los tangos que su hermano Vicente ensayaba por los pasillos. No hubo día en que Luisa no evocara ese tiempo y maldijese las guerras que lo borraron.
La narración que sigue es una crónica familiar, común a miles de ellas, de las consecuencias que tuvo el levantamiento militar. Como tantas, cuando se disipó el humo de la guerra, la familia estaba rota.