La abuela Celedonia, las chicas y niños son enviados a Blois. Los pequeños disfrutan de una colonia de verano gestionada por los sindicatos; pabellones con sonoros nombres como Lenin o Pasionaria. Tras la bonanza, se suceden las desdichas. El abuelo Antonio no resiste las infames condiciones de vida en Gurs y fallece de disentería en el hospital de Orthez con 57 años. La cercanía de la guerra con Alemania enrarece el clima social y los trasladan a un campo en el Loira. Barracones saturados, alambres de espino, gendarmes. Largas filas para la comida, trueques absurdos de joyas por panes. Algunas jóvenes se ven en la tesitura de negociar con su cuerpo. Las desgracias se ceban de modo imposible de encajar. Martín, preso en Madrid, es fusilado con 24 años. La abuela, cargando con su dolor, se esfuerza: “Ahora tenemos que atender a estos pequeños, a estos inocentes que necesitan de nosotros”.
La nueva guerra requiere mano de obra para suplir a los combatientes y son transferidos a una fábrica de máscaras de gas. Trabajo, donación de sangre, y a cambio, alojamiento y comida. Cuando los alemanes avanzan, millones de civiles y un ejército en retirada colapsan los caminos hacia el sur.
En junio de 1940, la familia marcha hacia Burdeos. Luisa y dos de los pequeños bajan del camión para beber agua. Todo sucede rápido. La artillería francesa y la alemana cruzan un intenso duelo y los civiles se cobijan bajo los árboles. El camión huye y quedan abandonados. Un soldado les abriga con un capote. Débil protección ante la artillería que retumba en la noche cerrada. Un maestro los conduce a la posada, saca la gorra. Reúne catorce francos por las mesas y se los ofrece a los desamparados. Vital para comprar cerillas, jabón y sal. La grandeza de la solidaridad anónima. De la desierta escuela toman un calendario con un mapa que servirá de guía. Un tesoro. Siempre hacia el sur. Una mañana, en Bellac, las calles se riegan con vino, derramado por su propietario ante la llegada de los alemanes.
La radio anuncia el armisticio. El 22 de junio, Francia queda dividida entre la zona ocupada y la zona bajo el gobierno de Pétain. Esa noche, los campos se pueblan de sombras, gentes que marchan a tientas fuera del control alemán. Topan con una patrulla francesa. Un alivio, aun perdidos en mitad de Francia.
En la plaza de un anónimo pueblo, un autobús indica su destino: Decazeville. Un nombre entre tantos, carente de significado; pero para Luisa, el lugar donde han enviado a su marido. Por sus calles, Jovino no da crédito frente al griterío de los desharrapados que le asaltan. Es agosto de 1940. En diciembre el reencuentro es con la abuela, extraviada en el camión tras el duelo artillero.
El gobierno de Pétain restringe la estancia de españoles en suelo francés a quienes tengan permiso de trabajo. La abuela, con los menores, deben emprender el regreso. En el puerto siente que lo ha perdido todo: la casa y su comercio requisados, el barco desaparecido. El marido, su hijo Martín, la familia desperdigada. Deja de bregar y fallece a sus 59 años.