Jovino figura con ficha de refugiado vasco, de la mano de su mujer Luisa, donostiarra. Consta su origen leonés, militancia en CNT, y profesión de albañil, que ejerció cuando lo jubilaron de la minería.
El testimonio de Ana permite adentrarse en su carácter. Discreto, sereno ante las adversidades, tenaz hasta la obstinación. Mantuvo su fe en la humanidad sin creer en dioses, y en la educación para construir un mundo sin explotados. Desapegado de los bienes materiales, su casa rebosaba de niños, familiares de su mujer, en los duros años de la posguerra. Hombre de campo y gustos sencillos, la pesca, ir a por setas o reunido para una merienda.
La añoranza de su tierra estuvo presente en su vida de exilado. Cuando Ana con su madre visitaban a la familia en León, Jovino las acompañaba hasta la línea fronteriza. Las despedía asiendo la manilla del tren, sin querer desprenderse del lazo que le unía a su tierra. Rodeado de una miríada de refugiados, su integración fue limitada. Mantuvo por décadas una difícil comunicación con su familia leonesa por medio de Cruz Roja o personas que cruzaban la frontera.
Tuvo que esperar a la muerte del dictador que truncó su vida para volver. Aquel simbólico momento, cuatro décadas después de cruzar la frontera, quiso afrontarlo solo. Esforzándose en ocultar su emoción, extiende a sus 69 años el pasaporte que le acredita. Tarde para un regreso definitivo. En una ocasión, intentó sin éxito descifrar la ruta imaginaria de su evasión. Visitó la abadía de Roncesvalles, pero su paso había sido por los altos de los montes. Era una población pequeña a la que llegó. Hicieron parada en Pamplona, pero no llegó a situar el fuerte. Había llegado cincuenta y cinco años antes, “bien custodiado y en camión cerrado”. Murió a los 87 años, como la buena gente que un día como tantos descansa bajo la tierra.