Esa tarde de domingo, la última tanda de familiares visita a los presos a las cinco y media. Se despiden para las seis y vuelve la rutina. Cuando se inicia el amotinamiento, hacia las ocho de la tarde, nueve centinelas, repartidos entre garitas y puertas de acceso, vigilan a los 2487 reclusos. El resto de soldados, en los dormitorios o ya en el comedor, prestos a cenar. Los funcionarios de prisiones abren y cierran puertas a quienes distribuyen las raciones por las Brigadas. El jefe del destacamento pasa la tarde en la ciudad y baja en su coche a Narciso Láinez, sargento de la guarnición.
En narración del fiscal, ese atardecer del domingo 22 de mayo, los iniciados retienen al gavetero, distribuidor del rancho; asaltan el cuarto de servicio de los guardianes en la 2.ª Brigada, los neutralizan, y repartidos en dos grupos ejecutan su meditado plan.
Un grupo –alrededor de una docena– va tomando dependencias del edificio de Pabellones y retiene a su personal: cocina, oficinas, hasta el cuarto de herramientas, donde se proveen de utensilios. Sorprenden a los centinelas apostados en la puerta frente a la capilla. Uno es reducido; el otro, Alejandro Abadía, se resiste y es golpeado en la cabeza, lo que causará su muerte. Será la única víctima causada por quienes se evaden.
Otros seis, dirigidos por Leopoldo Pico, quien iba ataviado con el gabán azul y gorra de plato del guardián Del Cid, cruzan el patio central en diagonal hacia las oficinas de Ayudantía, donde retienen al jefe de servicios Sánchez Pescador. Fuerzan desde el locutorio al celador Abundio Urieta para que atraiga la atención de su compañero Sacristán y se hacen con el manojo de llaves de acceso al túnel enrejado, el rastrillo, entre los edificios del penal y la zona reservada a la tropa, reunida en ese momento en torno a las mesas del comedor. En el túnel, cortan la línea de teléfono con el exterior.
Tomado el control del interior, provistos de algunas armas de centinelas y funcionarios, otros con herramientas, se reagrupan y refuerzan con otros implicados: “Venga, gente de Brigadas”, se les oye, antes de abalanzarse sobre la descuidada guarnición.
Marino Tirapu, corneta, se percata de los inusuales movimientos e intenta alertar al cuerpo de guardia, entrando a gritos al comedor. Detrás de él, irrumpen reclusos armados e impiden la reacción de la tropa, retenida durante unos 45 minutos, intervalo en el que escuchan un tiroteo entre los centinelas y alguno de los sublevados ya provistos de fusiles.
Alzuaz dispara contra la posición del centinela apostado en la garita de la cubierta de las Brigadas. Desde el otro lado, ese centinela, Gregorio Rodríguez, declara: “empezaron a tirarle los presos sin saber desde donde; se retiró dos o tres pasos detrás de la garita para buscar su defensa”.
Valladares se encarama, armado, por la rampa que se inicia junto a la capilla hasta toparse con otro de los centinelas. En un tenso duelo, es el soldado quien baja el fusil. “Por encima de las garitas vio a varios con fusiles”, recuerda el celador Astorga. El sargento Mayo recorría los puestos de centinela, ya cerca del cuerpo de guardia, cuando se le echaron encima cuatro o cinco presos por detrás. “Debieron subir por la rampa de la capilla”, confirma.
Los centinelas, desbordados, son capturados o escapan. El barbero y el corneta se esconden entre los matorrales del exterior hasta la madrugada.[1] La escapada de este último, a la vista de los amotinados, hace que perdure en la memoria de tantos como responsable de la alerta en Pamplona. Justino Setas, después de hacer fuego sobre los reclusos y ante el temor a ser acorralado, corre monte abajo acompañado de Florencio Rodríguez. Desde Aizoain dan aviso al gobierno militar. Otros soldados extienden la alarma. El centinela de la puerta exterior, T. Torre, sintiendo inútil su resistencia, abandona su puesto, esconde su fusil en la maleza y marcha a Garrués, donde un requeté a caballo –hijo del alcalde Andueza– vuela a Maquirriain a dar aviso. El factor sorpresa, imprescindible en el plan de fuga para avanzar unas horas hacia la frontera, se ve frustrado.
Los sublevados salen al exterior, en el momento en el que alférez jefe de la guarnición regresa de su tarde libre. Realizan disparos de intimidación que detienen el Ford NA-3949. El militar queda como rehén y su vehículo es despeñado.
Un audaz grupo de internos asalta y toma el penal. El sumario 1916 describe los “instrumentos del delito”: un martillo de albañil, dos trozos de cañería de plomo, un trozo de hierro de una llave inglesa, un hierro con punta de escarbar la fragua, un martillete de fontanero y una piqueta de albañil. El arsenal con el que se adueñan de la inexpugnable fortaleza. Hasta ahí alcanzó su osadía, pues carecen de apoyo externo una vez traspasado el perímetro de la prisión.